8. EL SENTIDO DE MI VIDA.
Parecía una adolescente camino del campamento de vacaciones cuando entré en Écurcey montada en una vieja bicicleta que alguien encontró en la frontera. Ésa era la primera vez que me aventuraba fuera de las seguras fronteras suizas, y allí recibí un curso acelerado sobre las tragedias que la guerra había dejado a su paso. La típica y pintoresca aldea que fuera Écurcey antes de la guerra había sido totalmente arrasada. Por entre las casas derruidas vagaban sin rumbo algunos jóvenes, todos heridos. El resto de la población lo formaba en su mayoría personas ancianas, mujeres y un puñado de niños. Había además un grupo de prisioneros nazis encerrados en el sótano de la escuela.
Nuestra llegada fue un gran acontecimiento. Todo el pueblo salió a recibirnos, entre ellos el propio alcalde, el cual manifestó que en su vida se había sentido tan agradecido. Yo sentía lo mismo; mi gratitud era inmensa por la oportunidad de servir a personas que necesitaban asistencia. Todo el grupo de voluntarios vibrábamos de vitalidad. Rápidamente puse en práctica todo lo que había aprendido hasta ese momento, desde las elementales técnicas de supervivencia que me había enseñado mi padre en las excursiones por las montañas hasta los rudimentos de medicina que había aprendido en el hospital. El trabajo era tremendamente gratificante. Cada día estaba lleno de sentido.
Las condiciones en que vivíamos eran malísimas, pero yo no podría haberme sentido más feliz. Dormíamos en camastros desvencijados o en el suelo bajo las estrellas. Si llovía nos mojábamos. Nuestras herramientas consistían en picos, hachas y palas. Una mujer sesentona que iba con nosotros nos contaba historias de trabajos similares después de la Primera Guerra Mundial, en 1918. Nos hacía sentir bienaventurados por lo que teníamos, por poco que fuese.
Por ser la más joven de las dos voluntarias, se me encomendó la tarea de cocinar. Puesto que ninguna de las casas que seguían en pie tenía cocina aprovechable, entre vanos construimos una al aire libre, con un enorme hornillo de leña. El mayor problema era los alimentos. Las raciones que llevábamos desaparecieron casi en seguida al distribuirlas por toda la aldea; en la tienda de comestibles, que estaba milagrosamente intacta, no quedaba nada, aparte del polvo en las estanterías. Varios voluntarios se pasaban todo el día explorando los bosques y granjas de los alrededores para conseguir alimentos suficientes para una sola comida. En una ocasión sólo dispusimos de un pescado frito para alimentar a cincuenta personas. Pero compensábamos la falta de carne, patatas y mantequilla con animada camaradería. Por la noche nos reuníamos a contar historias y a entonar canciones, con las que, según descubrí después, disfrutaban los prisioneros alemanes desde el sótano de la escuela. Los días siguientes a nuestra llegada observamos que todas las mañanas sacaban a los prisioneros y los obligaban a caminar por toda la zona. Cuando volvían, a la caída del sol siempre faltaban uno o dos. Haciendo preguntas
nos enteramos de que los utilizaban para detectar minas. Los que no volvían habían saltado en pedazos al pisar una de las minas que ellos mismos habían puesto. Horrorizados, pusimos fin a esa práctica amenazando con ir caminando delante de los alemanes; convencimos a los aldeanos de que era mejor emplear a los nazis en los trabajos de construcción.
A excepción de los habitantes de la aldea, nadie odiaba más a los nazis que yo. Si las atrocidades cometidas en esa aldea no hubieran sido suficientes para atizar mi hostilidad, sólo tenía que pensar en el doctor Weitz preguntándose en el laboratorio si seguirían con vida sus familiares en Polonia. Pero durante las primeras semanas que pasé en Ecurcey comprendí que esos soldados eran seres humanos derrotados, desmoralizados, hambrientos y asustados ante la idea de volar en pedazos en sus campos minados, y me dieron lástima.
Dejé de pensar que eran nazis y empecé a considerarlos simplemente hombres necesitados. Por la noche les pasaba pequeñas pastillas de jabón, hojas de papel y lápices a través de los barrotes de hierro de las ventanas del sótano. Ellos a su vez expresaron sus más hondos sentimientos en conmovedoras cartas a la familia. Yo las guardé entre mi ropa para enviarlas a sus parientes cuando estuviera de vuelta en casa. Años después, las familias de esos soldados, la mayoría de los cuales regresó con vida, me hicieron llegar misivas de sincera gratitud. En realidad, el mes que pasé en Ecurcey, a pesar de las penurias y a pesar de que sentí tener que abandonar la aldea, no podría haber sido más positivo. Reconstruimos casas, es cierto, pero lo mejor que dimos a esas personas fue amor y esperanza.
Ellos a su vez confirmaron nuestra creencia de que ese trabajo era importante. Cuando nos marchábamos, el alcalde se acercó a mí para despedirme, y un anciano achacoso que se había hecho amigo de los voluntarios y que me llamaba la «cocinenta» me entregó una nota que decía: «Has prestado un maravilloso servicio humanitario. Te escribo porque no tengo familia. Quiero decirte que, tanto si morimos como si continuamos viviendo aquí, jamás te olvidaremos. Acepta por favor la profunda y sincera gratitud y amor de un ser humano a otro.» En mi búsqueda por descubrir quién era yo y qué deseaba hacer en la vida, este mensaje me sirvió muchísimo. La maldad de la Alemania nazi recibió su merecido durante la guerra y cuando ésta terminó sus atrocidades continuaron siendo juzgadas. Pero comprendí que las heridas infligidas por la guerra, así como el consiguiente sufrimiento y dolor experimentados en casi todos los hogares (al igual que los actuales problemas de violencia, carencia de techo y el sida) no podían curarse a menos que la gente reconociera, como yo y los voluntarios por la paz, el imperativo moral de cooperar y ayudar.
Transformada por esa experiencia, me resultó difícil aceptar la prosperidad y abundancia de mi hogar suizo. Me costó mucho reconciliar las tiendas llenas de alimentos y las empresas prósperas con el sufrimiento y la ruina que había en el resto de Europa. Pero mi familia me necesitaba. Mi padre se había lesionado la cadera, y debido a eso habían puesto en venta la casa y se disponían a mudarse a un apartamento en Zúrich para estar más cerca de su oficina. Como mis hermanas se hallaban estudiando en Europa y mi hermano estaba en la India, yo me ocupé de empacar nuestras pertenencias y de otros detalles.
Tenía sentimientos encontrados. Con tristeza comprendí que había llegado la hora de despedirme de mi juventud, de esos maravillosos paseos por los viñedos, de mis bailes en mi soleada roca secreta. Al mismo tiempo, había madurado bastante y me sentía preparada para pasar a la siguiente fase. En resumen, volví a mi actividad en el laboratorio del hospital. En junio aprobé el examen de aprendizaje y al mes siguiente conseguí un maravilloso trabajo de investigación en el Departamento de Oftalmología de la Universidad de Zúrich. Pero mi jefe, el famoso médico y catedrático Marc Amsler, que me confió responsabilidades extraordinarias, entre ellas asistirlo en las operaciones, sabía que no entraba en mis planes trabajar allí más de un año. No sólo iba a estudiar en la Facultad de Medicina sino que además continuaba pensando en unirme al Servicio de Voluntarios por la Paz.
Y estaba la promesa hecha al doctor Weitz. Sí, Polonia seguía formando parte de mis planes.
– Ay, la golondrina emprende el vuelo otra vez —comentó el doctor Amsler cuando presenté mi dimisión después de que me llamaran del Servicio para encomendarme una nueva tarea.
No se enfadó ni se sintió decepcionado. Durante ese año se había hecho a la idea de mi marcha, ya que solíamos hablar de mi compromiso con el Servicio de Voluntarios. Observé un destello de envidia en sus ojos. En los míos brillaba la certeza de una nueva aventura.
Era primavera. El Servicio de Voluntarios se había comprometido a colaborar en la construcción de un campo de recreo en una contaminada ciudad minera de los alrededores de Mons (Bélgica); el aire allí era viciado y polvoriento, de modo que el campo de recreo se emplazaría en una colina, donde la atmósfera sería más pura. Me enteré de que el proyecto databa de antes de la guerra. El jefe de la oficina de ferrocarril de Zúrich donde compré el billete me dijo que el tren sólo cubría parte del recorrido, pero le aseguré que el resto del camino lo haría por mi cuenta. Me detuve en París, ciudad que no conocía, y continué a pie o en autostop con mi repleta mochila, durmiendo en albergues de juventud, hasta llegar a la sucia ciudad minera.
El lugar era deprimente; el aire estaba impregnado de polvo, que lo cubría todo con una fina capa gris. Debido a los terribles efectos secundarios de la inhalación del polvo de carbón, abundaban las enfermedades pulmonares, de modo que la esperanza de vida allí apenas pasaba de los cuarenta años, un futuro nada prometedor para los encantadores niños del pueblo. Nuestra tarea, y el objetivo soñado por el pueblo, era limpiar una de las colmas eliminando los desechos de las minas, y construir un campo de juegos al aire libre por encima de la atmósfera contaminada. Con palas y picos trabajábamos hasta que nos dolían los músculos por el agotamiento, pero los vecinos del pueblo nos ofrecían tantas empanadillas y pasteles que engordé siete kilos durante las pocas semanas que estuve allí.
También hice importantes contactos. Una noche en que nos reunimos un grupo a cantar canciones populares después de una abundante cena, conocí al único estadounidense de nuestro grupo. Era bastante joven, y pertenecía a la secta de los cuáqueros. Le encantó mi inglés chapurreado y me dijo que se llamaba David Richie. «De Nueva Jersey.» Pero yo ya había oído hablar de él. Richie era uno de los voluntarios más famosos, consagrado en cuerpo y alma a trabajar por la paz. Sus tareas lo habían llevado desde los guetos de Filadelfia a los lugares más asolados por la guerra en Europa. Hacía poco, me explicó, había estado en Polonia, y estaba a punto de volver allí.
– ¡Dios mío! Esa era la demostración de que nada ocurre por casualidad.
Polonia.
Aprovechando la ocasión, le conté la promesa que había hecho a mi anterior jefe y le supliqué que me llevara con él. David reconoció que había muchísima necesidad de ayuda allí, pero me dio a entender que llevarme allí sería bastante difícil. Era imposible conseguir medios de transporte seguros y no había dinero para comprar billetes. Aunque yo era pequeña comparada con la mayoría, representaba mucho menos de veinte años y sólo tenía el equivalente a unos quince dólares en el bolsillo, no presté atención a esos obstáculos.
– ¡Iré a dedo! —exclamé.
Impresionado, divertido y consciente del valor del entusiasmo, me dijo que intentaría hacerme llegar allí.
No me hizo ninguna promesa, sólo dijo que lo intentaría.
Eso casi no importó. La noche anterior a mi salida para mi nueva misión en Suecia me hice una grave quemadura preparando la cena. Una vieja sartén de hierro se rompió en dos derramándome el aceite caliente en la pierna, lo que me produjo quemaduras de tercer grado y ampollas. Muy vendada, me puse en marcha de todos modos, con unas cuantas mudas limpias de ropa interior y una manta de lana por si tenía que dormir al aire libre. Cuando llegué a Hamburgo, me dolía terriblemente la pierna. Me quité las vendas y comprobé que las quemaduras estaban infectadas. Aterrada ante la idea de quedarme clavada en Alemania, que era el último lugar de la Tierra donde quería estar, encontré un médico que me trató la herida con un ungüento, lo que me permitió seguir mi camino.
De todas maneras fue penoso. Pero gracias a un voluntario de la Cruz Roja que me vio angustiada en el tren, llegué cojeando a un hospital bien equipado de Dinamarca. Varios días de tratamiento y deliciosas comidas me permitieron alcanzar en buena forma el campamento del Servicio de Voluntarios en Estocolmo. Pero ser terca también sus inconvenientes. Ya sana y restaurada,
Me sentí frustrada por mi nueva tarea, que consistía en enseñar a un grupo de jóvenes alemanes a organizar sus propios campamentos de Servicio de Voluntarios por la Paz. El trabajo no era nada emocionante. Además, la mayoría de esos jóvenes me causaron repugnancia al reconocer que habían preferido apoyar a los nazis de Hitler en lugar de oponerse a ellos por razones éticas, que era lo que, según alegaba yo, deberían haber hecho. Sospeché que eran unos oportunistas que querían aprovecharse de las tres comidas al día en Suecia.
Pero había otras personas fantásticas. Un anciano emigrado ruso de noventa y tres años se enamoró de mí. Durante esas semanas estuvo consolándome cuando sentía nostalgia de mi casa y entreteniéndome con interesantes conversaciones acerca, de Rusia y Polonia. Cuando hubo pasado sin pena ni gloria mi vigésimo primer cumpleaños, me alegró la vida cogiendo el diario que yo llevaba y escribiendo: «Tus brillantes ojos me recuerdan la luz del sol. Espero que volvamos a encontrarnos y tengamos la oportunidad de saludar juntos al sol. Au revoir.» Siempre que necesitaba un estímulo, sólo tenía que abrir mi diario en aquella página.
Una vez hecha su impresión, el amable y animado anciano desapareció. La vida estaba dominada por el azar, pensé. Comprendí que lo único que hay que hacer es estar receptiva a su significado. ¿Le habría ocurrido algo? ¿Sabría tal vez que se acababa nuestro tiempo? Tan pronto se marchó llegó un telegrama de mi amigo David Richie. Lo abrí nerviosísima y sentí ese escalofrío de expectación que te recorre cuando todas las esperanzas y sueños se confirman de pronto. «Betli, vente a Polonia lo más pronto posible», escribía. «Se te necesita muchísimo.» Por fin, pensé. Ningún regalo de cumpleaños podría haber sido mejor.
9. TIERRA BENDITA.
Llegar a Varsovia fue difícil. Trabajé para un granjero segando el heno y ordeñando vacas para ganar el dinero suficiente para mi viaje. Después me fui a dedo hasta Estocolmo, donde conseguí visado y me gasté casi todo el dinero arduamente ganado en un billete para el barco. Y menudo barco también; tenía todo el casco oxidado, y los incesantes crujidos no inspiraban la confianza de que lograra llegar a Gdansk (Danzig). Mi billete era de tercera. Por la noche me acurruqué en un duro banco de madera y soñé con lujos y comodidades, como por ejemplo una cálida manta y una mullida almohada, y no hice ningún caso de cuatro tíos que merodeaban por la cubierta en la oscuridad. Estaba demasiado agotada para preocuparme.
Resultó que no había de qué preocuparse. Por la mañana se presentaron los cuatro hombres, todos de diferentes países del Este, todos médicos. Venían de regreso de un congreso médico. Afortunadamente para mí, me invitaron a hacer el resto del viaje a Varsovia con ellos. La estación de ferrocarril estaba abarrotada, y el andén donde se detuvo el tren estaba peor aún. La gente no sólo llevaba enormes cantidades de maletas y baúles; algunos llevaban también gallinas y gansos, y otros, cabras y ovejas. Parecía una caótica arca de Noé.
Si hubiera ido sola, jamás podría haberme subido al tren. Cuando el convoy llegó, se armó un tremendo alboroto, pues toda la gente chillaba tratando de embarcar. Uno de los médicos, un húngaro alto y desmadejado, trepó al techo con la agilidad de un mono y desde allí nos ayudó a subir a los demás. Yo me agarré a la chimenea cuando sonó el pito y el tren se puso en marcha. No eran los asientos más seguros del tren, ciertamente, sobre todo cuando entraba en los túneles y teníamos que aplastarnos contra el techo, o cuando de la chimenea salía un humo negro que nos hacía difícil respirar. Pero cuando el tren se desocupó un poco pudimos bajar e instalarnos en un compartimiento. Compartiendo la comida y contándonos nuestras respectivas experiencias, de pronto el viaje nos pareció un verdadero lujo.
Si el viaje a Varsovia fue una aventura, la llegada allí fue algo increíble. Para mis compañeros de viaje era el lugar donde tenían que cambiar de trenes. Yo, por mi parte, sabía que me encontraba en una encrucijada, el lugar donde algo tenía que suceder. Con las caras ennegrecidas como un grupo de deshollinadores, nos despedimos. Después empecé a escudriñar la multitud en busca de señales de mi amigo cuáquero. No había podido comunicar a nadie la fecha de mi llegada. ¿Sabrían cuándo ir a recogerme a la estación? ¿Adonde tenía que acudir?
Pero el destino se parece mucho a la fe; ambas cosas exigen una ferviente confianza en la voluntad de Dios. Miré hacia un lado, miré hacia el otro. No vi a nadie conocido. De pronto, por encima de un mar humano vi ondear una inmensa bandera suiza. Entonces vi a Richie y a varios otros. Era un milagro que estuvieran allí. ¡El abrazo que le di! Sus amigos me ofrecieron té caliente y sopa. Jamás alimento alguno me había sabido tan bien como ése. Tampoco me habría venido mal un largo sueño en una buena cama. Pero nos subimos en la caja descubierta de un camión y pasamos el resto del día viajando por caminos de tierra, bombardeados y llenos de baches, en dirección al campamento del Servicio de Voluntarios instalado en la fértil región de Lucima.
El trayecto me puso de manifiesto la urgencia con que nos necesitaban allí. Habían transcurrido casi dos años desde el final de la guerra y Varsovia continuaba en ruinas. Bloques enteros de edificios estaban convertidos en montañas de escombros. Sus habitantes, alrededor de 300.000 personas, vivían ocultos en refugios subterráneos; los únicos signos de vida humana se veían por la noche, cuando se elevaba el humo de las hogueras al aire libre que encendían para cocinar y calentarse. Los pueblos de los alrededores, destruidos por alemanes y rusos, también estaban arrasados. Familias enteras vivían simplemente en trincheras, como animales en sus madrigueras. En el campo los árboles estaban talados y el suelo lleno de grandes hoyos hechos por las bombas.
Cuando llegamos a Lucima, me sentí privilegiada por contarme entre las personas lo bastante fuertes para asistir a los muchos habitantes del pueblo que necesitaban urgente atención médica. ¿Era posible sentirse de otra manera? No, no cuando no hay hospital ni servicios médicos y uno se encuentra entre personas aquejadas de tifoidea y tuberculosis. Los más afortunados simplemente padecían viejas heridas infectadas causadas por metralla. Los niños morían de enfermedades tan comunes como el sarampión. Pero a pesar de sus problemas, eran personas maravillosas y generosas.
No hacía falta ser una experta en socorrismo para darse cuenta de que la única manera de abordar una situación así era arremangarse y comenzar a trabajar. El campamento del Servicio de Voluntarios consistía en tres enormes tiendas. La mayoría de las noches yo dormía al aire libre, bajo la manta militar de lana que me mantuvo abrigada en mis viajes a través de Europa. Nuevamente me asignaron el trabajo de cocinera. Nada me hacía más feliz que convertir latas de plátanos desecados, gansos que nos regalaban, harina, huevos y cualquier otro ingrediente que hubiera, en sabrosas comidas que fueran del agrado de los voluntarios llegados de todas partes del mundo y unidos por un único fin.
Cuando llegué ya se habían reconstruido bastantes casas y se estaba construyendo una escuela nueva. Allí trabajé de albañil, poniendo ladrillos y tejas. Chapurreaba muy mal el polaco, pero cada mañana, mientras lavaba mi ropa en el río, me daba clases una joven delgadísima que estaba muriendo de leucemia. Habiendo visto tanto sufrimiento y desgracia en su corta vida, no pensaba que su situación fuera el peor desastre del mundo. Lejos de ello, en cierto modo aceptaba su destino sin amargura ni rencor. Para ella eso era sencillamente su vida, o al menos parte de ella. No es necesario decir que me enseñó muchas más cosas que un nuevo idioma.
Cada día había que ser un factótum. Una vez contribuí a apaciguar al alcalde y a un grupo de personalidades del pueblo que protestaban porque habíamos construido sin los permisos oficiales, es decir, sin haberles «untado» a ellos. Otra vez ayudé a parir a la vaca de un granjero.
Los trabajos eran de lo más heterogéneo. Una tarde estaba colocando ladrillos en una pared de la escuela cuando un hombre se cayó y se hizo una buena herida en la pierna. En circunstancias normales la herida habría necesitado varios puntos. Pero allí sólo estábamos yo y una polaca que se apresuró a coger un puñado de tierra y se lo aplicó a la herida. Yo salté del techo gritando «¡No, que se le va a infectar!»
Pero esas mujeres eran como chamanes. Practicaban una medicina popular antiquísima y terrenal, como la homeopatía, y sabían exactamente lo que hacían.
De todos modos se quedaron admiradas cuando yo le até la pierna para detener la hemorragia. Desde entonces comenzaron a llamarme «doctora Pañi». Yo intenté explicar que no era médico, pero nadie logró convencerlas, ni yo misma.
Hasta ese momento todas las necesidades médicas eran atendidas por dos mujeres, Hanka y Danka. Eran personas enérgicas y francas, fabulosas, a quienes llamaban Feldsckers. Las dos habían colaborado con la resistencia polaca en el frente ruso, donde habían aprendido los rudimentos de la medicina de campo y habían visto todos los tipos posibles de heridas, lesiones, enfermedades y horrores. Para qué decir que no se arredraban ante nada.
Cuando se enteraron de que yo había detenido la hemorragia en la pierna del hombre, me hicieron preguntas acerca de mi formación. En cuanto oyeron la palabra «hospital», me acogieron como a una de ellas. Desde entonces llevaban a los enfermos y lesionados al edificio que estábamos construyendo para que yo los examinara.
Me veía ante todo tipo de males, desde infecciones a extremidades que había que amputar. Yo hacía todo lo que podía, aunque muchas veces no era más que un buen abrazo lleno de cariño.
Un día me hicieron un regalo increíble. Era una cabana de troncos con dos habitaciones. La habían limpiado, habían instalado una cocina de leña y unos cuantos estantes, y decidieron que ésa sería una clínica donde las tres podríamos tratar a los pacientes. Y ahí acabó mi trabajo en la construcción.
No sé si lo que hice a continuación fue ejercer la medicina o rezar pidiendo milagros. Todas las mañanas se formaba una cola de veinticinco a treinta personas fuera de la clínica. Algunas habían caminado durante días para llegar allí. Con frecuencia tenían que esperar horas. Si estaba lloviendo, se les permitía aguardar en la habitación que normalmente reservábamos para los gansos, pollos, cabras y otras aportaciones que hacía la gente a nuestro campamento en lugar de dinero. La otra habitación la usábamos para intervenciones quirúrgicas. Teníamos poco instrumental, pocos remedios y nada de anestesia. Sin embargo, he de decir que realizamos muchas operaciones osadas y complicadas. Amputábamos extremidades, extraíamos metralla, asistíamos a parturientas. Un día se presentó una mujer embarazada a la que se le había formado un tumor del tamaño de un pomelo. Se lo abrimos, sacamos el pus y nos esmeramos en eliminar el quiste. Cuando la hubimos tranquilizado diciéndole que el bebé estaba muy bien, se levantó y se fue a casa.
La resistencia de aquella gente no tenía límites. Su valentía y voluntad de vivir me causaron una profunda impresión. A veces atribuía el elevado índice de recuperación a esa sola determinación. Comprendí que la esencia de su existencia, y de la existencia de toda criatura humana, era simplemente continuar viviendo, sobrevivir.
Para alguien que en otro tiempo había escrito que su objetivo era descubrir el sentido de la vida, ésa fue una profunda lección.
La prueba más difícil se me presentó una noche cuando Hanka y Danka estaban fuera; habían ido a atender unas urgencias en pueblos cercanos y yo estaba a cargo de la clínica.
Era mi primer vuelo a solas. Y en qué circunstancias: se nos habían agotado todas las provisiones médicas. Si ocurría algo, tendría que improvisar. Por suerte el día estuvo tranquilo y la noche se presentaba seductoramente agradable. Me enrollé en mi manta pensando: «Ah, nada me va a despertar esta noche. Por una vez voy a disfrutar de una buena noche de sueño.»
Pero pensar eso me trajo mala suerte. Alrededor de la medianoche oí algo que me pareció el llanto de un niño pequeño. Me negué a abrir los ojos, tal vez era un sueño. Y si no era un sueño, ¿qué? Los pacientes solían llegar a cualquier hora, incluso por la noche. Si los atendía a todos, jamás habría dormido ni un momento, así que fingí que dormía.
Pero volví a oírlo. Era el lloro de un niño pequeño, un gemido suplicante, impotente, que no cesaba; después una inspiración ronca, una dolorosa inspiración de aire.
Reprendiéndome por ser tan blanda, abrí los ojos. Tal como lo temía, no estaba soñando. Iluminada por la suave luz de la luna llena, había una campesina sentada a mi lado. Se había envuelto en una manta. Ciertamente los gemidos no provenían de ella. Cuando me incorporé, volví a oír el ronco vagido y vi que acunaba a un niño pequeño en los brazos. Lo observé lo mejor que pude mientras trataba de mantener los ojos abiertos; sí, era un niño. Después miré a la madre. Ella me pidió disculpas por despertarme a aquellas horas, pero me explicó que había caminado desde su pueblo tan pronto como se enteró de que había unas señoras doctoras que ponían bien a las personas enfermas.
Le toqué la frente al pequeño, que tendría unos tres años. Ardía de fiebre. Observé ampollas alrededor de la boca y en la lengua, y señales de deshidratación. Síntomas de una cosa: fiebre tifoidea. Desgraciadamente era muy poco lo que yo podía hacer. No teníamos medicamentos. Se lo expliqué con un encogimiento de hombros.
– Nada —le dije—. Lo único que puedo hacer es invitarla a la clínica y preparar una taza de té caliente.
Agradecida, me acompañó al interior de la clínica. Mientras su hijo se esforzaba por respirar, me miró fijamente como sólo una madre sabe mirar. Callada, triste, suplicante, con unos ojos negros que reflejaban profundidades inimaginables de aflicción.
– Tiene que salvarlo —me dijo con naturalidad. Yo negué con la cabeza, en actitud resignada. —No, tiene que salvar a mi último hijo —insistió. Entonces, sin el menor estremecimiento de emoción, explicó—: Es el último de mis trece hijos. Todos los otros murieron en Maidanek, el campo de concentración. Pero éste nació allí. No quiero que muera, ahora que hemos salido de allí.
Aun en el caso de que esa pequeña clínica hubiera sido un hospital totalmente equipado, había pocas probabilidades de salvar al niño. Pero no quise parecer una idiota impotente. Esa mujer ya había soportado suficientes crueldades. Si de alguna manera había logrado aferrarse a una esperanza mientras toda su familia era asesinada en las cámaras de gas, entonces yo también tenía que apelar a todas mis fuerzas.
Así pues, me devané los sesos durante un rato e ideé un plan. Había un hospital en Lublin, una ciudad que estaba a unos 30 kilómetros de distancia. Aunque el campamento no podía proporcionar medios de transporte, podíamos caminar. Si el niño sobrevivía al trayecto, tal vez podríamos convencer al personal del hospital de que lo admitieran.
El plan era arriesgado. Pero la mujer, sabiendo que era la única opción, cogió al niño en sus brazos y me dijo: —De acuerdo, vamos.
Durante 30 kilómetros hablamos y nos turnamos para llevar al niño, que no estaba nada bien. A la salida del sol llegamos a las altas puertas de hierro del enorme hospital de piedra. Estaban cerradas con llave, y un guardia nos dijo que no admitían a más pacientes. ¿Habíamos caminado los 30 kilómetros para nada? Miré al niño que por momentos perdía y recuperaba el conocimiento. No, ese esfuerzo no sería en vano. Tan pronto divisé a alguien que parecía ser médico, moví los brazos para llamarle la atención. De mala gana el médico tocó al niño, le tomó el pulso y llegó a la conclusión de que no había esperanzas.
– Ya tenemos enfermos en camas puestas en los cuartos de baño —explicó—. Puesto que este niño no va a poder salvarse, no tiene sentido admitirlo.
Repentinamente me convertí en una mujer agresiva y furiosa.
– Soy suiza —le dije moviendo el índice bajo su nariz—, caminé e hice autostop para venir a Polonia a ayudar al pueblo polaco. Atiendo yo sola a cincuenta pacientes diarios en una diminuta clínica en Lucima. Ahora he hecho todo este trayecto para salvar a este niño. Si no lo admite, volveré a Suiza y le diré a todo el mundo que los polacos son la gente más insensible del mundo, que no sienten amor ni compasión, y que un médico polaco no se apiadó de una mujer cuyo hijo, el último de trece, sobrevivió a un campo de concentración.
Eso dio resultado. A regañadientes, el médico estiró los brazos para coger al pequeño y accedió a admitirlo, pero con una condición: la madre y yo teníamos que dejarlo allí durante tres semanas.
– Pasadas tres semanas el niño o bien va a estar enterrado o estará lo suficientemente recuperado para que se lo lleven—dijo.
Sin detenerse a pensar, la madre bendijo a su hijo y se lo entregó al médico. Había hecho todo lo que era humanamente posible, y yo noté su alivio cuando el médico y el niño entraron en el hospital. Cuando los perdimos de vista, le pregunté:
– ¿Qué desea hacer ahora?
– Volver con usted a ayudarla —contestó.
Se convirtió en la mejor ayudante que he tenido en mi vida. Hervía mis tres preciadas jeringas en un pequeño cazo, lavaba las vendas y las ponía a secar al sol, barría la clínica, ayudaba a preparar las comidas e incluso sujetaba a los pacientes cuando había que practicarles alguna incisión. De intérprete a enfermera o cocinera, no había función que no desempeñara.
Una mañana al despertar comprobé que había desaparecido.
Al parecer, durante la noche se había ido a hurtadillas sin dejar ni una nota ni despedirse. Me sentí al mismo tiempo desconcertada y desilusionada. Pero varios días después comprendí lo sucedido. Habían transcurrido las tres semanas desde que lleváramos al niño al hospital de Lublin. Inmersa como estaba en el trabajo diario, yo no había llevado la cuenta, pero ella había contado cada día.
Pasada una semana, al despertar después de una noche bajo las estrellas, encontré un pañuelo en el suelo junto a mi cabeza. Estaba lleno de tierra.
Imaginándome que se trataría de una de esas cosas supersticiosas que ocurrían todo el tiempo, lo coloqué en un estante de la clínica y lo olvidé, hasta que una de las mujeres del pueblo me instó a soltar los nudos y mirar dentro. Claro, junto con la tierra encontré una nota dirigida a la «doctora Pañi». La nota decía: «De la señora W., cuyo último de sus trece hijos usted ha salvado, tierra polaca bendita.»
Ah, o sea que el niño estaba vivo.
Una gran sonrisa me iluminó la cara.
Volví a leer la última línea de la nota: «Tierra pola-
ca bendita.» Entonces lo comprendí todo. Después de marcharse a medianoche, esa mujer había caminado los 30 kilómetros hasta el hospital y recogido a su hijo, vivo y recuperado. Desde Lublin lo llevó a su pueblo, recogió un puñado de tierra de su casa y buscó a un sacerdote para que la bendijera. Dado que los nazis habían exterminado a la mayoría de los sacerdotes, estoy segura de que tuvo que caminar bastante para encontrar uno. Ahora esa tierra era especial, bendecida por Dios. Después de dejarme su regalo se volvió a casa. Cuando comprendí todo esto, esa pequeña bolsita se convirtió en el más preciado regalo que había recibido en mi vida. Y aunque en esos momentos no tenía forma de saberlo, pronto me salvaría también la vida.
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